Manuel Bea Martínez y Paloma Lanau Hernáez (coords.). Editado por IEA / Diputación Provincial de Huesca, 2021.
CONTEXTO ARQUEOLÓGICO DEL ARTE RUPESTRE
Lourdes Montes Ramírez. (Profesora titular de la UNIZAR)
Hablar de arte rupestre implica necesariamente hablar de arqueología prehistórica:
la huella cultural de nuestros antepasados se rastrea en los impresionantes conjuntos
parietales objeto de este volumen, pero también en los sitios que habitaron y en aquellos
donde depositaron a sus muertos.
Hablar de la prehistoria oscense es hablar de la prehistoria de la cuenca media
del Ebro: cuando tratamos de tiempos prehistóricos, preferimos utilizar unidades
geográficas naturales antes que una división histórica, administrativa o política.
Hablar del entorno arqueológico del arte rupestre oscense, por último, supone
recorrer y sintetizar lo que sabemos sobre esos tiempos, pero asumiendo siempre la
parcialidad de nuestro conocimiento y la provisionalidad de los datos que manejamos.
Aceptadas estas tres premisas, el discurso sobre el contexto prehistórico del arte
rupestre en el Alto Aragón (fig. 1) es sencillo, especialmente en su arranque, vinculado a las gentes del Paleolítico Superior, a las que conocemos tradicionalmente como homo sapiens o cromañones, aunque hoy se prefiere la denominación humanos anatómicamente modernos. En los últimos años algunos autores abogan por una producción
artística pionera ligada a los neandertales (Hoffmann et alii, 2018), pero una parte
del método utilizado y varios de sus resultados están en entredicho (White et alii, 2020).
Nos mantenemos, pues, en la vinculación del arte rupestre al Paleolítico superior y a
tiempos pospaleolíticos, pero nuestra revisión de la arqueología prehistórica debe remontarse a épocas anteriores.
Figura 1. Principales yacimientos
arqueológicos citados en el texto.
Los primeros vestigios de ocupaciones humanas correspondientes al Paleolítico
inferior son algunos elementos líticos hallados en superficie sobre antiguas terrazas
del Alcanadre (Las Fitas, en Villanueva de Sijena) o del Cinca (sierra de San Quílez,
en Binaced). Son piezas sin un contexto arqueológico claro pero cuya tecnotipología
(bifaces, núcleos, cantos tallados mono - o bifacialmente) evidencia la presencia de
gentes para las que se ha propuesto una cronología genérica mínima de unos 780.000
años en el caso de Las Fitas y de ca. 580.000 en el de San Quílez (Montes et alii, 2016a). El Paleolítico medio, al que corresponde la cultura Musteriense, tiene una expresión
más clara en nuestro entorno: el oriente de las tierras oscenses participa de lo que venimos considerando un territorio neandertal (Domingo y Montes, 2016), que se extiende
entre el Cinca y el Segre y sus respectivos afluentes. En este conjunto de yacimientos
destaca el importante registro estratigráfico de la Cueva de los Moros I de Gabasa, que
fue ocupada durante el Pleistoceno medio y superior (Montes et alii, 2000; Utrilla
et alii, 2010a) con hasta siete niveles musterienses diferenciados que permiten asomarnos
a las formas de vida de los neandertales que la visitaron y ocuparon de forma discontinua
pero recurrente (Montes y Utrilla, 2014). Los humanos alternaron sus estancias con
los peligrosos carnívoros que la utilizaron como cubil: osos, hienas y leones de las cavernas,
panteras, lobos…, que apresaron y consumieron sobre todo cabras (íbices), mientras
que los cazadores neandertales abatieron sistemáticamente potrillos y cervatillos en los
meses de verano, lo que evidencia unas prácticas de caza selectivas (Blasco, 1995 y 1997),
y se convirtieron quizás en alguna ocasión en presa de los carnívoros según sugieren
sus propios huesos (Lorenzo y Montes, 2001; Camarós et alii, 2017), de momento
los únicos conocidos de esta especie en la cuenca ibérica.
La industria lítica se basa en cadenas operativas de tipo discoide; son las raederas
y las lascas sin retocar los elementos más habituales, acompañados de núcleos para la
obtención inmediata de filos frescos (lascas) y unas pocas pero excelentes puntas (Santamaría et alii, 2008). Parece que acopiaron sílex en los conglomerados vecinos para
surtirse expeditivamente de los núcleos explotados que proporcionaron las lascas sin
retocar con las que cortar las presas, y se sirvieron de un afloramiento al pie de la cavidad para aprovisionarse de grandes cantos de ofita y cuarcita, con los que elaboraron
instrumentos contundentes para despedazar las piezas y acceder al nutritivo tuétano
de los huesos largos (Utrilla et alii, 2015b). Algunas puntas y raederas, muy bien terminadas, debieron de ser aportadas ya retocadas desde otras zonas: realizadas en
excelente sílex del tipo Monegros, indican el tránsito (si no la procedencia) de estos
grupos por las tierras bajas, donde hoy somos incapaces de encontrar sus campamentos,
desaparecidos por la erosión y los laboreos agrícolas o bien sepultados bajo potentes
sedimentos holocenos.
Pero Gabasa no es el único hábitat de este grupo que conocemos: en sus inmediaciones se localiza Castelló del Pla, un yacimiento al aire libre no estratificado (Mir
y Rovira, 1987) que debió de aprovechar la presencia de una laguna para acceder al
agua, explotar la vegetación de ribera y cazar animales que acudirían a beber. Presumimos también la existencia de buenos depósitos en la Cueva de las Campanas, situada sobre el Ésera, en el congosto de Olvena (Montes et alii, 2003), y quizás en la
Gravera Reil, en La Litera (Montes et alii, 2016a), ambos todavía sin excavar. Se han
conservado y excavado estratigrafías musterienses en la cueva de la Fuente del Trucho,
en el Vero (Mir y Salas, 2000; Montes et alii, 2006; Utrilla et alii, 2016a); en la desaparecida cavidad de las fuentes de San Cristóbal, junto al Isábena (Menéndez et alii,
2009), y en la cueva del Estret de Tragó, situada en Lérida pero sobre la orilla derecha
del Noguera Ribagorzana y en la actualidad sumergida bajo las aguas del embalse de
Santa Ana (Martínez-Moreno et alii, 2004). En los últimos años hemos acometido
la excavación del interesante sitio de Roca San Miguel, en Arén (fig. 2), un campamento al aire libre en el que se abatieron sobre todo ciervos, caballos y grandes bóvidos, cuya carne quizás fue procesada y ahumada en las imponentes hogueras que se encendieron sucesivamente en este sitio (Domingo y Montes, 2016; Sola et alii, 2016).
La red de yacimientos neandertales continúa en las inmediatas tierras leridanas, flanqueando los cauces del Segre (Roca dels Bous) y del Noguera Pallaresa (Covas dels
Muricecs y Llenes, campamento de Nerets) o entre este y el del Noguera Ribagorzana
(Cova Gran de Santa Linya, Abric Pizarro), y ofreciendo un panorama singular de
sitios musterienses (Martínez-Moreno et alii, 2010; Torre et alii, 2013).
Figura 2. Materiales procedentes de yacimientos
del Paleolítico medio. Arriba, hendedor de la
Gravera Reil y gran canto trabajado de Gabasa.
Abajo, raederas en sílex y cuarcita de Roca
San Miguel. (Dibujos: M.ª Cruz Sopena).
En este entorno de los cursos del Cinca y del Segre, y sus afluentes, en los relieves
prepirenaicos se desarrolla un paisaje dominado por abruptos cantiles calizos en los
que la karstificación ha generado numerosos refugios rocosos que facilitan la conservación hasta nuestros días (y la localización) de los asentamientos prehistóricos. Es
lo que hemos llamado el territorio neandertal: un paisaje de media montaña, de clima
interior pero con influencias mediterráneas, que da acceso de forma rápida a zonas
de montaña (hacia el norte) y de llano (hacia el sur) y a sus variados recursos siguiendo los cauces de los ríos y también mediante corredores interiores que unen
transversalmente estas cuencas. Las dataciones disponibles para estos sitios se escalonan entre hace unos 140.000 y 40.000 años aproximadamente, lo que corresponde
al final del Pleistoceno medio (MIS6) y a parte del Pleistoceno superior (hasta el MIS3). La cultura musteriense y sus artífices, los neandertales, dieron paso hace unos
40.000 años al Homo sapiens, autor de los diferentes complejos industriales que caracterizan y se suceden en el Paleolítico superior y de los primeros registros de arte
rupestre (Utrilla et alii, 2010b). En nuestro entorno no tenemos evidencias claras de
su primera fase cultural, el llamado Auriñaciense: solo algunas piezas procedentes del
revuelto depósito interior de la cueva de la Fuente del Trucho evocan la tipología
de este periodo: raspadores carenados y de hocico y láminas estranguladas. Algo bien
distinto sucede con la cultura inmediatamente posterior, la conocida como Gravetiense: en la misma cavidad algunas de sus pinturas se han datado en esta cronología
(Utrilla et alii, 2016a, y Utrilla y Bea y Calvo en este mismo libro), mientras que una de
las capas de su depósito arqueológico, el nivel d, encaja en el ámbito gravetiense por
sus materiales (raspadores sobre láminas retocadas y láminas de dorso) y su cronología,
cerca 30.000 años. Las dataciones uranio-torio de las costras que cubren algunas series
de puntos permiten llevarlas hasta la transición Auriñaciense-Gravetiense, en tanto
que las superpuestas a las manos rojas, los signos trilobulados y el caballo de morro
alargado entregan fechas plenamente gravetienses (Utrilla et alii, 2016a).
También se rastrea en la Fuente del Trucho la etapa posterior, el Solutrense: materialmente a través de algunas piezas de retoque plano y puntas de escotadura
abrupta (fig. 3) aparecidas entre los materiales revueltos, y estilísticamente, en algunas
de las figuras no datadas de su conjunto rupestre. Los caballos con melenas listadas
y una cabrita casarían con un Solutrense medio, mientras que los masivos cuartos traseros
de otro caballo y de un ciervo con despiece ventral en M sugieren ya un Solutrense final-Magdaleniense inicial. Pero donde el Solutrense está perfectamente documentado, no solo por la tipología de los materiales, sino también por la datación de la
capa arqueológica que los encierra, es en el nivel c1 (cata 84C) de la cueva de Chaves,
que sitúa hace unos 21.000 años el magnífico conjunto de puntas de escotadura
abrupta de tipo mediterráneo a las que acompañan los preceptivos raspadores y buriles
(Utrilla et alii, 2010b).
Figura 3. Puntas de escotadura de las cuevas
de Chaves (izda.) y Fuente del Trucho (dcha.)
En el Magdaleniense, la última de las culturas del Paleolítico superior (considerada incluso como la primera civilización de la humanidad), asistimos a un incremento
continuado de yacimientos en la cuenca del Ebro, con el que se inicia la ocupación
sistemática de estas tierras interiores (Utrilla et alii, 2010b y 2012b): la distribución
espacial de los sitios se extiende por toda la cuenca, su número se incrementa a lo
largo de las fases magdalenienses y algunos yacimientos muestran una clara persistencia en su ocupación, con niveles de prácticamente todas estas fases. En el ámbito aragonés de los Pirineos, solo dos asentamientos corresponden al
Magdaleniense inferior de tipo cantábrico: Cova Alonsé, en Estadilla (con una ocupación de hace unos 18.000 años), y Forcas I, en Graus (cuyo nivel 15 se ha datado
en torno a los 17.500 años). Estos dos sitios parecen tener relación con una vía de
comunicación transpirenaica que conectaría ambas vertientes de la cordillera siguiendo los cauces del Segre y el Têt y que estaría jalonada también por los yacimientos
catalanes de Parco (Artesa de Segre) y Montlleó (Cerdaña), con similares dataciones.
Posiblemente este camino ya se había utilizado en épocas anteriores: las puntas de
escotadura del Solutrense de Chaves que hemos comentado se acomodan al modelo “salpetriense” propio del Ródano y el sudeste francés, y es de suponer que la Cerdaña,
libre de hielo incluso durante los rigores climáticos de esa época, permitió el tránsito
entre ambas zonas (Utrilla y Mazo, 1996). Pero, más allá de su posible vinculación con
este paso, Alonsé y Forcas I son dos establecimientos muy diferentes en su funcionalidad
y desarrollo en el tiempo: Alonsé parece haber sido ocupado solo en la fase antigua del
Magdaleniense para explotar el sílex del inmediato afloramiento de La Mentirosa (Montes y Domingo, coords., 2013); por el contrario, Forcas I presenta una recurrencia en
sus ocupaciones, que comienzan en el nivel 17, poco antes de la fecha mencionada, y
persisten hasta bien entrado el Holoceno (Utrilla y Mazo, dirs., 2014).
La consolidación definitiva del hábitat humano se afianza en el Magdaleniense
superior-final y las primeras etapas del Epipaleolítico (Aziliense y Microlaminar). A los
últimos magdalenienses se adscriben los niveles 14 a 11 de Forcas I, datados entre hace
unos 15 y 14.000 años, y al Aziliense y/o Epipaleolítico microlaminar las ocupaciones
de sus niveles 10 (de hace unos 13.000 años), 9 (ca. 11.000 años) y 7 (ca. 10.500),
las dos últimas ya holocenas (Utrilla y Mazo, dirs., 2014). De nuevo algunas puntas y
dorsos singulares sin contexto estratigráfico de la Fuente del Trucho (Utrilla et alii,
2016a) y, por supuesto, los bien conservados niveles 2b y 2a de la cueva de Chaves
y sus magníficos materiales líticos y óseos, datados entre hace unos 15.500 y 14.500
años, remiten a este momento finipaleolítico (Utrilla y Laborda, 2018).
Pero, además de estos sitios que venimos citando reiteradamente, en este momento
aparecen nuevos yacimientos en el entorno inmediato. Es el caso del alto cauce del
Arba de Biel: comienza aquí y ahora un proceso de ocupaciones de cinco abrigos
rocosos que durará casi diez milenios (Montes et alii, 2016b) y que arranca en
Legunova, con una serie de sucesivas visitas entre hace 15.000 y 13.000 años aproximadamente, consideradas como Magdaleniense superior-final. El carácter limoso del
sedimento de este nivel q de Legunova ha impedido individualizar capas en su interior, a diferencia de lo observado en Forcas I (sus niveles 14 a 11, que acabamos de
exponer, vienen a coincidir en cronología), pero ha permitido particularizar un nivel
exclusivamente Aziliense (nivel m, de hace unos 12.600 años). Algo más tardía
(≈ 11.700 años, coincidiendo con el inicio del Holoceno) es la ocupación sauveterriense del nivel d del abrigo de Peña-14, situado unos 3 kilómetros aguas arriba de
Legunova. Comparten con Forcas I los sitios del Arba no solo las fechas, sino también
el tipo de materiales: una industria lítica dominada por buriles y raspadores (con el
tiempo se invierte el orden interno), junto con importantes lotes de puntitas y laminitas de dorsos (su modulación y sus dimensiones también varían según las etapas).
Se asiste a la par a una progresiva pérdida de instrumentos óseos (punzones, azagayas), cuya escasez y cuya deficiente conservación en los niveles magdalenienses de
Forcas I y Legunova contrastan con el número y estado de conservación de las piezas
óseas coetáneas de Chaves (fig. 4).
Figura 4. Industria ósea del Magdaleniense
de Chaves. (Modificada a partir de Utrilla
y Laborda, 2018, fig. 10)
Esta diferencia, que afecta también a los registros de fauna, puede deberse a causas
variadas: desde la diferente funcionalidad de los sitios (campamentos estables versus
acampadas temporales) hasta una conservación diferencial en función de la naturaleza
del depósito (pH, microorganismos…) y de su resguardo. Los depósitos de los abrigos están menos protegidos que el sedimento de una cueva, y por ello son más inestables y proclives a sufrir los impactos ambientales externos: erosiones, inundaciones,
alternancias marcadas de sus niveles de humedad y temperatura… Otros puntos confirman el crecimiento poblacional y su estabilización en toda la
cuenca del Ebro. Acotando solo los vecinos a la actual delimitación provincial, en
la zona oriental encontramos la ya mencionada Cova de Parco, que como Forcas se
mantiene ocupada durante todo el Magdaleniense y alcanza el Holoceno, así como
Balma Guilanyà y la Cova Gran de Santa Linya (por no citar más que sitios ligados al
Segre y sus afluentes), mientras que en Navarra podemos citar Zatoya y Burutxukua en
la cuenca del Aragón y Alaiz y Abauntz (con sus magníficos bloques grabados) en la del
Arga (Utrilla et alii, 2009, 2010b y 2012b). Estos sitios registran importantes ocupaciones magdalenienses durante el Dryas antiguo, y/o persisten habitados desde el Allerød
hasta las primeras fases del Holoceno, cuando tras el rigor climático del Dryas reciente
se instalan las nuevas condiciones climáticas interglaciales, hace unos 11.700 años.
En la perspectiva de nuestra investigación, este Magdaleniense final y sus epílogos,
que vienen a coincidir con la instalación de la benignidad climática holocena (anunciada
por la mejoría del Allerød entre los últimos coletazos fríos de los Dryas), marcan el
principio del fin de los modos económicos exclusivamente predadores de las sociedades
de cazadores-recolectores. Se trata, en realidad, de un continuo cultural que nuestros
estudios han segmentado en culturas con nombres diferentes, caracterizadas por algunos cambios en el instrumental y que posiblemente solo están reflejando el acomodo
a las nuevas (y favorables) condiciones climáticas, con variaciones de índole regional.
Hablamos de magdalenienses, de epipaleolíticos microlaminares, de epimagdalenienses,
de azilienses, de sauveterrienses, de mesolíticos con denticulados, de mesolíticos con
geométricos… Algunas de estas denominaciones mantienen su validez en todo el
ámbito ibérico, pero otras se emplean de forma diferenciada y parecen reflejar tanto
tradiciones de investigación como pequeñas diferencias en la composición y el tamaño
de los materiales arqueológicos (fig. 5), fundamentalmente de los proyectiles: sucede,
en especial, con los conjuntos inmediatamente posteriores al Magdaleniense (Aziliense,
Epipaleolítico microlaminar, Epimagdaleniense y, algo posterior, el Sauveterriense), lo
que viene destacándose en las publicaciones (Soto et alii, 2015 y 2016).
Los llamemos como los llamemos, estos grupos epipaleolíticos y sus sucesores,
los mesolíticos de muescas y denticulados y los mesolíticos geométricos, comparten
unos modos de vida genéricos que podemos sintetizar en tres puntos: 1) poseen una
dieta mixta propia de cazadores-recolectores de amplio espectro, que cazan presas
diversas (cérvidos-uros-jabalíes o conejos-cabras) según las zonas y recolectan distintos frutos y vegetales (y practican algo de pesca en algunos sitios); 2) se van imponiendo las materias primas líticas locales, lo que indica una menor movilidad en el
territorio pero no el cese de los contactos, a tenor de la rapidez en la difusión de las
innovaciones técnicas, que solo se explica por; 3) la distribución en red de los yacimientos, que a su vez potencia la explotación de los recursos y un proceso de sedentarización gradual (Soto et alii, 2016).
Figura 5. Evolución teórica de la secuencia
Magdaleniense final – Calcolítico del Alto
Aragón, a partir de los registros de los
yacimientos del Arba de Biel. (Montes y
Domingo, 2016).
En nuestro territorio esto se manifiesta en las secuencias arqueológicas continuadas de los sitios, cuya ocupación constante y reiterada a lo largo de estas fases cabe
interpretar como resultado de unos modos de vida mantenidos en el tiempo: es el
caso del mencionado abrigo de Forcas I, que al colmatarse tras la ocupación aziliense de su nivel 7 obliga a sus visitantes a ubicarse en el inmediato Forcas II (nivel Ib,
Mesolítico de muescas y denticulados de hace unos 9600 años, y niveles II y IV, cuyo
Mesolítico geométrico se extiende entre hace unos 8100 y 7700 años). Pero sucede
lo mismo en la zona del Arba de Biel, donde las ocupaciones se reparten entre una
serie de abrigos que apenas distan 3 kilómetros como máximo: tras el Aziliense de
Legunova y el Sauveterriense de Peña-14 que antes hemos mencionado, en ambos
sitios se produce un hiato y posteriormente se registran ocupaciones del Mesolítico
de muescas y denticulados durante un milenio largo (desde los ≈ 9700 años del nivel
2 de Legunova hasta los 8500 del nivel b de Peña-14). Algo después los mesolíticos
geométricos se instalan en Peña-14 (nivel a), en Rambla de Legunova (nivel 2) y en
Valcervera (nivel b), escalonando las visitas entre hace unos 8400 y 7600 años. En la zona intermedia registramos una secuencia parecida en el magnífico abrigo
del Esplugón, junto al río Guarga, donde tras una fase mesolítica (IV, niveles 6 y 5)
poco definida, que casaría mejor en lo material con un Sauveterriense pero cuyas fechas son más propias del Mesolítico de denticulados, se establecen los mesolíticos
geométricos de la fase III (niveles 4 y 3 inferior), entre hace unos 8500 y 7800 años
(Utrilla et alii, 2016b). Algo más al sur, en plena hoya de Huesca, el abrigo de Espantalobos recoge una sencilla secuencia con solo dos momentos de ocupación reconocidos: el más antiguo, datado entre hace 8700 y 8400 años parece recorrer y
recoger, según sus materiales, una fase de transformación desde los modos tecnotipológicos del Mesolítico de muescas y denticulados hacia los propios del geométrico;
el más reciente, fechado hace 8200 años, coincide con la mayor crisis climática del
Holoceno y corresponde plenamente por sus materiales al Mesolítico geométrico
(Montes et alii, 2015). Quizás lo más interesante de este sitio, ubicado al pie del castillo de Montearagón, sea la confirmación de que las zonas bajas estuvieron tan ocupadas en tiempos prehistóricos como los rebordes montañosos, pero que estos, ricos
en cavidades y refugios rocosos, han conservado mejor la impronta de nuestros antepasados. Y también cabe destacar su ocupación durante una de las fases más áridas
del Holoceno, el llamado evento 8.2, lo que muestra la capacidad de adaptación de
las sociedades prehistóricas a condiciones ambientales adversas (Alcolea et alii, 2017).
Esta economía exclusivamente ligada a la caza-recolección, que con propiedad debiéramos llamar a la inversa, anteponiendo la recolección a la caza como base del sustento, contempla hace unos 7600 años la llegada de una serie de innovaciones
económicas, técnicas y sociales que en conjunto reciben el nombre de Neolítico y
que acabarán por imponerse como modelo socioeconómico con el paso de los años,
en un proceso gradual y necesariamente polimorfo (Montes y Alday, 2012; Utrilla y
Domingo, 2014). La incorporación de la agricultura, basada inicialmente en el cultivo
de trigo, cebada y algunas leguminosas, y de la ganadería de ovejas y cabras, junto con
vacas y cerdos, son las novedades económicas. Las principales innovaciones técnicas son la aparición y la generalización de los recipientes cerámicos, demasiado pesados
y frágiles para ser acarreados de un sitio a otro pero indudablemente ventajosos para
la cocción de los cereales, junto con la elaboración de hachas para el desbroce y de
azuelas para la remoción del terreno que necesita el cultivo. En cuanto a las novedades
de carácter social, tradicionalmente se alude a la aparición de los poblados, ligados a
una sedentarización definitiva de la población, así como a una mayor complejidad
colectiva derivada del crecimiento demográfico que supuso la nueva economía. Con
estos mecanismos crecientes de interrelación social se ha relacionado tradicionalmente
el desarrollo del arte rupestre pospaleolítico (véanse los capítulos específicos de este
volumen), en consonancia con la aparición de nuevas formas rituales y de pensamiento.
El proceso de neolitización de Iberia se interpreta de formas diversas, si bien hay
acuerdo en la procedencia oriental de los estímulos e incluso de las primeras especies
domesticadas, vegetales y animales: no hay antecedentes silvestres (agriotipos) de
trigo y cebada entre las gramíneas europeas (Zapata et alii, 2004), como tampoco
de las ovejas y las cabras, pues las primeras derivan del muflón (ausente en los registros
pleistocenos y del Holoceno antiguo) y las segundas no guardan relación con la
Capra pyrenaica, sino con una especie de la zona de los Zagros. Cerdos y vacas pueden derivar de jabalíes y uros locales, pero los análisis genéticos de los recuperados
en el Neolítico antiguo vinculan algunos individuos a especies orientales (Saña, 2013).
En los últimos años, también los análisis de ADN humano sobre restos prehistóricos peninsulares indican un pool genético durante el Neolítico, que incorpora nuevas
poblaciones que bien pudieran haber aportado algunas innovaciones neolíticas, pero
también la persistencia de líneas ancestrales de ADN, que confirman la contribución
de las anteriores poblaciones mesolíticas (Lalueza, 2018; Villalba-Mouco et alii, 2019).
El registro altoaragonés del Neolítico antiguo parece responder a esta premisa:
se mantienen activos muchos de los yacimientos anteriores, en los que la aparición
de las primeras cerámicas y piezas líticas pulimentadas, del retoque en doble bisel
en las armaduras geométricas, y/o de algunos restos de ovejas y cabras domésticas
se superponen (estratigráficamente hablando) a las ocupaciones del Mesolítico geométrico (MG) directamente, lo que permite suponer que parte de las actividades
económicas anteriores se mantienen, y que el conocimiento del territorio se trasmitió
desde los grupos anteriores a la llegada de las innovaciones. Es el caso de Forcas II,
cuyos niveles V (datado hace unos 7600 años) y VI, con cerámicas, se superponen
sin solución de continuidad al nivel IV (MG); del Esplugón, donde el nivel 3 superior, neolítico de hace unos 7300 años, yace directamente encima del 3 inferior
(MG), o de Rambla de Legunova, cuyo nivel 1n (≈ 7200 años) y sus cerámicas cardiales reposan encima del nivel 2 (MG).
Pero, a la vez, aparece un nuevo tipo de yacimiento que responde a una nueva
necesidad: se ocupan grandes cavidades, a modo de redil, en las que los grupos humanos buscaron un refugio también para su ganado, frente a predadores como
lobos y osos, que difícilmente podían ofrecer los reducidos abrigos rocosos que acabamos de mencionar. A esta situación y a esta tipología pueden responder las tempranas ocupaciones de entre hace unos 7200 y 7000 años de Huerto Raso, Moro de
Olvena, Gabasa 2, Colomera, Espluga de la Puyascada, La Miranda, Els Trocs y Coro
Trasito. La mayoría de estos registros del Neolítico antiguo están datados directamente (con la excepción de La Miranda y Gabasa 2), pero todos presentan importantes lotes de cerámicas impresas (fig. 6) propias de esta fase (Alday et alii, 2012;
Montes y Alday, 2012; Utrilla y Domingo, 2014; Laborda, 2018).
Caso aparte es Chaves, yacimiento singular donde los hubiera y que ha sufrido el
peor de los destinos imaginables: la completa destrucción de su registro neolítico.
Por su morfología y sus dimensiones podríamos pensar en una cueva-redil, pero la
realidad de su contenido arqueológico permite compararla plenamente con un verdadero poblado resguardado dentro de la cavidad (Alday et alii, 2012), que fue ocupado de forma continuada durante unos quinientos años entre hace 7600 y 7100
años (Utrilla y Laborda, 2018), con gran riqueza de materiales cerámicos, líticos y
óseos (Baldellou, 2011), un importante lote de cantos pintados que ha servido de
referencia para el arte rupestre esquemático (Utrilla y Baldellou, 2001-2002) y numerosos restos de fauna que, según el estudio preliminar de Castaños (2004), muestra
el predominio de las especies domésticas (el 63 %).
La idea de Chaves como un poblado dentro de una cueva, buscando un techo
comunal, nos lleva de lleno a la imagen de los poblados al aire libre que tradicionalmente se han relacionado con la instalación de la economía neolítica y la sedentarización de la población. Son emplazamientos que dejaron una débil huella
arqueológica (por sus sistemas constructivos frágiles, con cabañas de planta circular
y silos excavados en el suelo), afectados por la erosión natural, por la acumulación de
sedimentos que los enmascara y por roturaciones posteriores. Caben en este modelo
los materiales recuperados en el Torrollón de Gabarda, y quizás en Fornillos, cuyas
cabañas pudieron adosarse al resalte rocoso buscando resguardo (Laborda, 2018), a
partir de la decoración de sus cerámicas típicas del Neolítico antiguo, mientras que
la fecha del depósito ceniciento (¿resto de un poblado?) de Samitiel (Ayerbe) es algo
más reciente, de hace unos 6000 años, que es cuando este tipo de asentamiento se
consolida a la par que progresa el abandono paulatino y desigual de los refugios rocosos (cuevas y abrigos).
En resumen, las fases neolíticas antiguas muestran una continuidad en el sistema
de ocupación del territorio con respecto a los últimos cazadores que se va perdiendo
según avanza el Neolítico, produciéndose en el Calcolítico un cambio definitivo en
las pautas que rigen la instalación de los hábitats, que hemos de suponer en su mayoría
poblados al aire libre, cada vez más estables y con estructuras más sólidas (Montes y Alday, 2012). Y pese a ello sabemos muy poco de estos lugares (por las razones que
hemos comentado) y el registro arqueológico nos trasmite sobre todo datos de carácter
funerario, al generalizarse las sepulturas en cueva y aparecer las estructuras megalíticas,
mientras que los niveles de ocupación enmudecen para nosotros (Alday et alii, 2018).
Este silencio del registro habitacional se prolonga durante el Calcolítico, cuando paradójicamente aparece la cerámica campaniforme, uno de los materiales arqueológicos
más extendidos y conocidos, y en parte durante el inicio de la Edad del Bronce.
Figura 6. Materiales neolíticos del Alto Aragón.
Cerámicas de Chaves (A), Huerto Raso (B),
Gabasa 2 (C), Olvena (D), Torrollón (E)
y Espluga de la Puyascada (F).
Abajo, cuchara, brazalete y punzones en hueso
de Chaves (1), brazalete de mármol de
Torrollón (2), espátula y cuchara de hueso
de la Espluga de la Puyascada (3).
(Modificada a partir de Alday et alii, 2012, fig. 4)
Muchas de las cavidades que hemos citado como neolíticas siguen en uso en estas cronologías, pero, como hemos dicho, los poblados al aire libre (como el Portillo de Piracés), habitualmente desmantelados y rastreables solo por la presencia en superficie de importantes lotes de cerámica (entre ellos, algunas de tipo campaniforme) y determinadas piezas líticas (foliáceos y dientes de hoz) (fig. 7), debieron de ser el tipo más frecuente de asentamiento (Montes y Domingo, 2014a y b). El proceso mixto que hemos comentado, de incisión, erosión y colmatación de los fondos de valle entre hace 7000 y 3500 años (Peña Monné, 2018), impide localizar las pequeñas aldeas que todavía en esos momentos se levantarían en las zonas llanas, en la proximidad de los campos de cultivo.
Muchas de las cavidades que hemos citado como neolíticas siguen en uso en estas cronologías, pero, como hemos dicho, los poblados al aire libre (como el Portillo de Piracés), habitualmente desmantelados y rastreables solo por la presencia en superficie de importantes lotes de cerámica (entre ellos, algunas de tipo campaniforme) y determinadas piezas líticas (foliáceos y dientes de hoz) (fig. 7), debieron de ser el tipo más frecuente de asentamiento (Montes y Domingo, 2014a y b). El proceso mixto que hemos comentado, de incisión, erosión y colmatación de los fondos de valle entre hace 7000 y 3500 años (Peña Monné, 2018), impide localizar las pequeñas aldeas que todavía en esos momentos se levantarían en las zonas llanas, en la proximidad de los campos de cultivo.
Con el paso del tiempo, a partir del Calcolítico los poblados van ganando altura
y remontan las laderas, al instalarse una progresiva inestabilidad ligada a una creciente
estratificación social y parece que también a la irrupción ¿violenta? de nuevos grupos
humanos procedentes quizás del sudeste francés (Andrés y Barandiarán, 2004). Este
ambiente explicaría la aparición de fosas con enterramientos colectivos sincrónicos
en todo el valle del Ebro, entre las que podemos destacar por su proximidad las de
la cartuja de las Fuentes (Sariñena) y la de la sierra de Alcubierre, además de La Varillaza (Zuera), datada hace unos 5000 años (Montes et alii, 2016c).
La consolidación del modelo de aldeas estables con sus prácticas funerarias colectivas (en cuevas o en megalitos) parece reflejar la nueva organización socioeconómica,
de comunidades cada vez más numerosas necesarias para las prácticas agropastoriles,
cuyo desarrollo demográfico es favorecido por el incremento de recursos que estas
generan, en una relación causa-efecto circular. Con este nuevo contexto de economía
productiva se relaciona grosso modo el desarrollo del arte rupestre pospaleolítico y sus
dos variantes principales, el Levantino y el Esquemático, cuya cronología precisa y
cuyo orden de prelación siguen siendo objeto de debate en la actualidad (véanse, respectivamente, los capítulos sobre arte Levantino y arte Esquemático de este libro).
Figura 7. Materiales calcolíticos de yacimientos
de superficie del Alto Aragón. Cerámicas
de tradición campaniforme del Portillo de
Piracés (A), Tramaced (B) y Las Almunias (E).
Puntas foliáceas de Puiyéqueda (C) y dientes
de hoz de las Canteras de Quicena (D).
(Modificado a partir de Montes
y Domingo, 2014b)
Sanchidrián (2001) sintetiza en su manual (cap. 4: Arte de las sociedades productoras) los principales argumentos y enfoques teóricos del siglo XX sobre estas manifestaciones, incluyendo además de las modalidades mencionadas otras más restringidas en lo geográfico e incluso plenamente epipaleolíticas (Aziliense, Lineal-geométrico, Macroesquemático y Megalítico). Para la mayoría de los investigadores, Levantino y Esquemático serían consecutivos en el tiempo, en el orden expuesto y siempre desde el Neolítico, si bien para algunos las escenas de caza y las figuras animales naturalistas levantinas podrían retrotraerse hasta fechas epipaleolíticas o mesolíticas. Por el contrario, para otros estudiosos podrían ser contemporáneas y manifestarían la necesidad de plasmar el dilema que pudo surgir entre aquellos que añoraban o eran partidarios de los viejos modos productivos de la caza-recolección (arte Levantino) y los defensores de una novedosa espiritualidad (arte Esquemático) ligada a las nuevas formas económicas y sociales (Llavori de Micheo, 1998-1999; Utrilla, 2013).
Sanchidrián (2001) sintetiza en su manual (cap. 4: Arte de las sociedades productoras) los principales argumentos y enfoques teóricos del siglo XX sobre estas manifestaciones, incluyendo además de las modalidades mencionadas otras más restringidas en lo geográfico e incluso plenamente epipaleolíticas (Aziliense, Lineal-geométrico, Macroesquemático y Megalítico). Para la mayoría de los investigadores, Levantino y Esquemático serían consecutivos en el tiempo, en el orden expuesto y siempre desde el Neolítico, si bien para algunos las escenas de caza y las figuras animales naturalistas levantinas podrían retrotraerse hasta fechas epipaleolíticas o mesolíticas. Por el contrario, para otros estudiosos podrían ser contemporáneas y manifestarían la necesidad de plasmar el dilema que pudo surgir entre aquellos que añoraban o eran partidarios de los viejos modos productivos de la caza-recolección (arte Levantino) y los defensores de una novedosa espiritualidad (arte Esquemático) ligada a las nuevas formas económicas y sociales (Llavori de Micheo, 1998-1999; Utrilla, 2013).
Hemos reflejado esta imprecisión en dos análisis arqueológicos, que hemos pretendido en cierto modo holísticos, sobre la prehistoria reciente de unos territorios
concretos: uno sobre una pequeña franja de terreno conocida como Tierra Bucho,
recorrida por el tramo superior del río Vero (Montes et alii, 2016c), y otro, espacialmente más ambicioso, que pretende cubrir el tramo central del Pirineo (Montes et
alii, 2016d). En ambos casos hemos intentado relacionar la existencia de yacimientos
neolíticos y calcolíticos, de habitación y funerarios, con la presencia de abrigos pintados pospaleolíticos y su vinculación a los antiguos caminos, que consideramos fosilizados por las actuales cabañeras.
El centrado en Tierra Bucho pivota sobre nuestras investigaciones en Cueva Drólica (Montes y Martínez Bea, 2006 y 2007), incidiendo en la concentración de sitios,
materiales y dataciones del Neolítico final / Calcolítico en este territorio de apenas
50 kilómetros cuadrados: dos cuevas de habitación (Drólica y de la Carrasca), una
funeraria (Cristales), tres dólmenes (Capilleta, Caseta de las Balanzas y Pueyoril) y
tres abrigos con arte rupestre esquemático (Malifeto y Peña Miel I y II). En el modelo
explicativo tentado, que interrelaciona todos los sitios, los trazos pintados de Malifeto
y Peña Miel podrían haber jugado, entre otros, el papel de marcadores de una ruta
transversal (este-oeste) de comunicación entre vías de dirección norte-sur, hoy ramales de las cabañeras Broto – Mequinenza y Boltaña – Mequinenza, que discurren a
uno y otro lado del río (Montes et alii, 2016c: 357-358).
El conjunto de Tierra Bucho se diluye en la visión más amplia del segundo estudio, que pretende reconocer los orígenes de la estructuración del paisaje de montaña
que hoy conocemos en el Pirineo central y el papel de la actual red de cabañeras, advirtiendo del peligro de utilizar este recurso acríticamente (Montes et alii, 2016d).
El ensayo conjuga la disposición territorial de algunos lugares de habitación en montaña (del Neolítico antiguo hasta los inicios de la Edad del Bronce), de los megalitos (dólmenes, pero también los cromlechs de cronología posterior) y del arte rupestre
esquemático (como marcador del acceso a tramos fluviales encajados), intentando
demostrar su participación en la creación de este paisaje.
Más recientemente, la prospección detallada de zonas de pasto en altura como el
barranco de la Pardina (entre 1700 y 2000 metros) en el puerto bajo de Góriz, dentro
del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido (Laborda et alii, 2017), ha permitido
detallar una primera fase de explotación de los pastos de esta zona entre el Neolítico
final y el Bronce antiguo en los abrigos de Mallata Valle Pardina (1725 metros) y
Faja Pardina 5 (1820 metros). Materiales cerámicos y dataciones absolutas muestran
el aprovechamiento de pastos a estas cotas que rebasan en prácticamente 300 metros la
situación de Coro Trasito (1548 metros), cuya ocupación había comenzado en el Neo -
lítico antiguo y persistía en las fases que estamos comentando (Clemente et alii, 2016).
Llama la atención en estas zonas altas la aparición de pinturas levantinas en O Lomar
de Fanlo (ca. 1700 metros) (Ruiz et alii, 2016; Rey et alii, 2019) y las presentadas
en las IV Jornadas de Arqueología de Sobrarbe (marzo de 2019), esquemáticas, localizadas en el acceso a Monte Perdido, a unos 2200 metros de altitud.
Al final, neolíticos, calcolíticos o de la Edad del Bronce, los conjuntos rupestres
pospaleolíticos levantinos y esquemáticos (previos a las grafías ibéricas) parecen estar
en el origen del paisaje cultural que caracteriza la montaña mediterránea, en cuyas
cavidades aparecen estas manifestaciones parietales. Sus autores, los que vivían en poblados y en cavidades, los que se enterraban en megalitos, cuevas y fosas, los que comenzaron y consolidaron las primeras prácticas agropecuarias, los que pasaron de
sociedades comunales a las jefaturas y primeras formas de estratificación social… participaron en la formación inicial de este paisaje cultural, que responde como tal a siglos
y milenios de intervención humana en el medio natural (García-Ruiz y Lasanta, 2018).
Por lo que hoy sabemos (siempre, y todavía, poco), es posible retrotraer la intervención humana hasta fechas prehistóricas a tenor de pinturas y yacimientos arqueológicos, y, si bien en las zonas de alta montaña pudieron no dejar una huella indeleble
(González-Sampériz et alii, 2019), desde luego en el llano y en la media montaña el
entorno natural nunca volvió a ser el mismo. A partir de esa época fue paisaje y, como
tal, un paisaje cultural, en el que la creciente intervención humana modificó la distribución original de la flora y la fauna silvestre locales e introdujo nuevas especies domésticas.
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